Reseñado : Olivier Christin (dir.), Dictionnaire des concepts nomades en sciences humaines, Paris, Métailié, 2010. 464 p., 28 €.
Europeísmos: Un vocabulario transnacional
Hace casi dos siglos, en un apasionado alegato contra el purismo lingüístico de algunos italianos, observaba Leopardi que un cierto número de palabras filosóficas y políticas, presentes con ligeras variantes en las lenguas cultas europeas, no debieran considerarse propiamente barbarismos. Se trata en realidad, dice, de una “piccola lingua” compuesta de términos usados “di tutto il mondo civile”. Dado que estos términos, muchos de ellos derivados del latín, forman parte de un “vocabolario universale” compartido por Europa entera, sugiere Leopardi que podrían llamarse “europeismi.” [1]
La propuesta leopardiana de bautizar a tales términos como europeísmos parece bastante original. [2] La idea expresada no lo es tanto. Muchos otros escritores habían observado con anterioridad que “el vocabulario científico y filosófico no es francés, ni alemán, ni inglés”, ya que cada nación, partiendo de idénticas raíces griegas o latinas, adopta parecidos vocablos “conformando la terminación de las palabras advenedizas o recién refundidas a la índole de su lengua propia.” [3] En asuntos políticos, leemos en otro texto de finales del siglo XVIII, “reina en la actualidad bastante uniformidad de opinión en las naciones ilustradas de Europa”. Sin embargo, “en la expresión y formulación de dichos principios existen siempre variantes. Y estas variantes terminológicas son en la política más importantes que en cualquier otra ciencia.” [4]
Estas afirmaciones de Schlözer, Capmany y Leopardi testimonian la conciencia incipiente por parte de un sector de literati europeos de que en algún momento se había iniciado, al menos en ciertos sectores del léxico de la alta cultura, un proceso de convergencia a escala continental. El texto de Schlözer permite constatar, además, que algunos publicistas eran igualmente conscientes de los límites de esa aparente uniformidad de la nomenclatura.
De hecho, las diferencias semánticas entre las distintas maneras de entender ciertos términos políticos y sociales en las diversas naciones europeas seguían bien patentes un siglo después. Con todo, incluso en un momento de “renacionalización” de muchos conceptos políticos y sociales básicos como lo fue el tránsito del siglo XIX al XX, el proceso de convergencia, lejos de haberse detenido, parecía más pujante que nunca. Los intercambios entre las lenguas de Europa eran tan fluidos que, según el lingüista francés M. Bréal, aunque no siempre puedan detectarse préstamos léxicos visibles, cualquier innovación semántica significativa en un punto del continente no tardaba en convertirse en bien común de todos los europeos. [5]
Junto a la tendencia homogeneizante de la République des lettres y la incidencia de las Luces, la progresiva afinidad de los vocabularios filosóficos y humanísticos europeos se explica también en gran medida porque el surgimiento y consolidación de las ciencias sociales es un proceso que sigue de cerca a las revoluciones modernas. La secuencia, casi coincidencia, de ambos procesos de cambio –político y epistémico– hizo que muchas nociones polémicas forjadas al calor de las revoluciones fuesen aplicadas luego con escasas modificaciones como herramientas analíticas por los teóricos. El propio concepto de revolución, con su cortejo de nociones asociadas, fue incorporado a la terminología de las nacientes ciencias sociales. Un vocabulario conceptual que ha llegado hasta nosotros bajo la apariencia neutra de un repertorio de termini technici, pero que presupone e integra toda una visión histórico-filosófica. En lo que respecta al lenguaje de los historiadores, está claro que su deuda con el lenguaje usado por los actores del tiempo de las revoluciones es muy elevada (y no siempre reconocida).
Pero, por otra parte, este proceso de construcción e institucionalización de las ciencias sociales es asimismo inseparable de los procesos de construcción estatal de gran parte de las naciones europeas a lo largo del ochocientos, lo que basta para explicar la fuerte impronta nacional de las distintas escuelas y tradiciones académicas.
Historizar y comparar las categorías analíticas de las ciencias sociales
Desde finales del siglo XIX, si bien hay buenas razones para pensar que los procesos de internacionalización y uniformización han seguido su curso, incluso se han acelerado con la globalización en marcha –también con la extensión del inglés como lengua koinética–, es evidente que las diferencias entre las distintas culturas y tradiciones nacionales y regionales no han desaparecido.
En el dominio de las ciencias humanas y sociales, en particular, el incremento de los contactos transfronterizos ha agudizado paradójicamente la conciencia de la diversidad de culturas académicas.
Como resultado en parte de la conciencia creciente de la historicidad y lingüisticidad del mundo (desarrollada en especial gracias a la hermenéutica de Gadamer y Ricœur y a la llamada “filosofía del lenguaje ordinario”), algunos historiadores y científicos sociales empezaron a reclamar hace más de medio siglo la pertinencia de una historización propedéutica de sus instrumentos de conocimiento. En la segunda mitad del novecientos encontramos, en efecto, reiterados llamamientos a emprender de una vez esa tarea reflexiva.Si Pocock animaba a los historiadores a principios de los sesenta a hacer de la crítica histórica de su vocabulario profesional uno de sus objetivos prioritarios, [6] hace cuatro décadas Paul Veyne insistía no menos vehementemente en que “la clasificación de acontecimientos dentro de unas categorías exige la historización previa de esas categorías.” [7] “Toda explicación de las conductas y procesos sociales requiere un análisis minucioso del proceso de formación histórica de los propios conceptos”. [8] Es más: como consecuencia de la crisis de la modernidad, “the historical formation of concepts not only becomes a primordial subject of inquiry, but, even more importantly, it constitutes the very foundation of social theory.” [9]
La insistencia en la necesidad de que el historiador reflexione críticamente sobre los supuestos cognitivos que guían tácitamente su trabajo se ha redoblado en los últimos años al hilo de los debates en torno a la historia y sus métodos. En el terreno de la historia del pensamiento político, en particular, algunos trabajos metodológicos bien conocidos de R. Koselleck, Q. Skinner y P. Rosanvallon, entre otros, han mostrado convincentemente que el empleo de instrumentos inadecuados puede conducir a la asunción subrepticia de contenidos ideológicos no deseados, así como dar pie a “espejismos historiográficos”, anacronismos y asociaciones engañosas.
A estas alturas, cualquier investigador informado reconoce de buen grado que el análisis de sus categorías operatorias debería ser un prerrequisito para la investigación empírica. ¿Cómo acercarse, por ejemplo, al estudio del absolutismo, del antiguo régimen, del liberalismo, de la opinión pública o del movimiento obrero en tal o cual periodo sin interrogarse previamente sobre el concepto en cuestión, intentando dilucidar sus condiciones históricas de formación y consolidación –eventualmente, también de su declive–, así como su trasfondo normativo y, finalmente, su idoneidad para el abordaje de la cuestión planteada?
Hay que reconocer, no obstante, que esos buenos propósitos metodológicos, si bien han dado origen a cierto número de valiosas monografías, no siempre han sido seguidos de una práctica consecuente, al menos desde una perspectiva sistémica. Por todo ello, debemos saludar con entusiasmo la publicación de este Dictionnaire des concepts nómades en sciences humaines, en donde se aborda la gestación, desarrollo y transferencia entre distintos espacios europeos de algunas de las categorías más arriba mencionadas.
El volumen –un producto relativamente insólito en el panorama editorial francés– se presenta como el principal resultado de una serie de encuentros y coloquios organizados en varias ciudades europeas –Friburgo, Sion, Venecia y Lión– en el marco del programa ESSE (Pour un Espace des Sciences Sociales Européen). El coordinador de la citada red, Franz Schultheis, tras reconocer la deuda del proyecto con un programa de investigación esbozado hace años por Pierre Bourdieu, señala con precisión el ambicioso objetivo de aquellos encuentros, a saber: “poner las bases epistemológicas para un verdadero comparatismo” (“Avant-Propos”, p. 7).
Ahora bien, según afirmara en su día Bourdieu y nos recuerda oportunamente el editor del volumen, Olivier Christin, cualquier aproximación comparativa debiera empezar por “rendre étrange l’évident par la confrontation avec des manières de penser et d’agir étrangères” (p. 15). No en vano uno de los grandes obstáculos para la historia comparada es la pluralidad babélica de vocabularios técnicos de escuela. De ahí el llamamiento de Marc Bloch a sus colegas europeos, en su famoso artículo de 1928 sobre historia comparada, a “une réconciliation de nos terminologies et de nos questionnaires” (p. 17).
Tal “reconciliación” exige de entrada el reconocimiento del terreno que cada uno pisa. Para ello es imprescindible sacar a la luz los “impensés des sciences humaines et sociales” de cada tradición o escuela, impensés que cubren un amplio rango de variables y coordenadas. Coordenadas decisivas, puesto que incluyen desde unos esquemas cronológicos y espaciales prediseñados [10], hasta las propias denominaciones de los saberes y áreas de conocimiento, el recorte de las subdisciplinas, e incluso su adscripción a determinados planes de estudio, facultades, escuelas, departamentos o unidades académico-administrativas.
Si el objetivo genérico del trabajo es “poner las bases para un verdadero comparatismo”, hay que reconocer que en este caso la primera meta se sitúa casi en el punto de partida. Para desarrollar un buen análisis comparativo es preciso en efecto empezar por una suerte de “comparación autorreflexiva”, cuya tarea preliminar es el cotejo sistemático de los instrumentos que habrán de ser utilizados ulteriormente en el análisis. “Comparar comparando” diríamos, si hubiera que reducir esta práctica a una breve fórmula. Así, Bénédicte Zimmermann –una de las impulsoras, con Michael Werner, de la llamada “histoire croisée”– plantea en su contribución al volumen la necesidad de “historiser les catégories de la comparaison” (p. 204).
La lectura de los mejores artículos de este “diccionario” –un volumen modesto, compuesto de solo 25 entradas– confirma que el esfuerzo comparativo por describir la gestación y circulación de algunos de estos términos clave y sus contrapartes en otros países y tradiciones merece la pena. La doble operación de acercamiento comprensivo y de distanciamiento crítico –tan semejante al movimiento de un acordeón, observó gráficamente John Elliott– [11] permite desnaturalizar ciertos apriorismos y categorías nacionales del pensamiento, y aligerar así el peso del “inconscient cognitif”, sobre todo de esa carga de “inconcients d’école” que todos llevamos sobre los hombros. Al poner “systématiquement à distance les notions ‘autochtones’ et leurs fausses évidences”, el grupo de investigadores dirigido por Olivier Christin se habría constituido, como dice Schultheis, “en dispositif de ‘communication interculturelle’ méthodique” (p. 10).
Europa, un espacio complejo de intercambios intelectuales
Desde ese múltiple cruce de miradas, los trabajos incluidos en este diccionario esclarecen algunos procesos de transferencia, importación y exportación de nociones y categorías en el escenario europeo. Así, en sus páginas el lector puede seguir de cerca la difusión y el recorrido de ciertos conceptos que cruzan las fronteras políticas y lingüisticas, e incluso atraviesan los océanos y mares. Claro que las experiencias sociales y políticas diferenciales de cada espacio, actuando a modo de filtro interpretativo o “aduana del conocimiento”, modulan la recepción hasta tal punto que no es infrecuente que de ese tráfico transfronterizo el concepto viajero salga tan transformado que al cabo resulte casi irreconocible.
Si algo ponen de manifiesto este tipo de estudios es que las férreas aduanas y aranceles que han obstaculizado históricamente el tránsito intelectual en Europa no nos permiten imaginar el viejo continente como un solo espacio unificado y diáfano de intercambio político y académico. Mas, por otro lado, tales obstáculos y barreras, cristalizadas en diferentes culturas políticas y académicas, no han conseguido eliminar por completo ese “aire de familia” entre nociones emparentadas, transmitidas muchas veces a través de ese conjunto de palabras compartidas que Leopardi propuso denominar europeísmos. Es precisamente esa compleja dialéctica entre lo extraño y lo familiar la que nos autoriza a hablar de un espacio cultural europeo –e incluso de un espacio euroamericano–, hipótesis que se supone asumida por los participantes en el programa ESSE que está en la base de este diccionario.
Lo cierto es que varios siglos de intercambios asimétricos, de contactos, migraciones y conflictos de todo tipo entre una multitud de agentes individuales y colectivos –imperios, monarquías, ciudades, estados, naciones, iglesias, ejércitos, corporaciones, universidades, comerciantes, escritores, exiliados, clérigos, soldados, trabajadores, etc.– han ido generando en Europa un espacio abigarrado, atravesado por redes y líneas de fuerza variables en el tiempo, tejidas en parte por una sucesión perpetuamente renovada de regiones hegemónicas y subalternas, áreas nodales y provinciales, centros y periferias.
Durante el periodo moderno, los procesos (parcialmente superpuestos) de vernacularización y nacionalización hicieron de la pluralidad lingüística y de las fronteras estatales dos factores de primer orden en la fragmentación y diversificación del espacio europeo. Los contactos académicos, políticos e intelectuales entre los diversos espacios hubieron de ser canalizados principalmente a través de la traducción. Al pasar de un país a otro, sin embargo, la carga semántica de un término resulta inevitablemente alterada por el contexto de recepción, de modo que las transferencias culturales generan efectos de filtrado, imitación o rechazo. [12] Estos procesos de modulación y alteración semántica como consecuencia de la comunicación interlingüística tienden con el tiempo a quedar enmascarados en las prácticas cotidianas. En efecto, la naturalización de los conceptos en cada espacio nacional o lingüístico produce a menudo la ilusión de que los sentidos de los términos extranjeros correspondientes a un campo semántico dado coinciden grosso modo con los grandes marcos de comprensión del idioma de cada cual. Ilusión que una historia conceptual comparada contribuiría sin duda a disipar.
Cartografiar el complejísimo mapa resultante de convergencias y divergencias, afinidades y diferencias, enlaces y tensiones entre unas regiones y otras, incluso si la mirada se circunscribe al terreno de las categorías operatorias de las ciencias sociales, no es obviamente una tarea al alcance de un pequeño grupo de académicos. Este diccionario, sin embargo, tiene la virtud de haberse atrevido a poner algunas primeras piedras de un edificio que con toda probabilidad irá creciendo más y más en el futuro próximo.
Su utilidad e interés está pues fuera de dudas. Aunque irremediablemente desigual (no sólo desde el punto de vista de la calidad del trabajo efectuado por cada autor, sino también de la metodología utilizada), varios de sus artículos son excelentes, y casi todos ellos resultan recomendables como primer acercamiento informativo a la problemática tratada.
Es de suponer que la selección de los temas ha obedecido en parte a los focos de interés de los participantes en el proyecto. Aun así, las entradas cubren un abanico razonablemente amplio de ejes temáticos. En cada uno de esos ejes es discutible la elección de los conceptos que, en algunos casos, no parecen necesariamente los más representativos. Así, pueden encontrarse entradas que tienen que ver con el cruce entre religión y política (Confession, Droit musulman, Laïcité); abundan las categorías historiográficas, en especial las de periodización (Absolutisme, Ancien Régime, Avant-Garde, Haut Moyen Age, Histoire contemporaine, Mouvement ouvrier, Narratio/Récit, Occident), así como las nociones, clasificaciones y categorías sociales y jurídicas (Mouvement ouvrier, Cacique/Cacicazgo, Mayorazgo, Intelligencija/Intellectuels, Junker, Parrain/Parrainage, Travail); conceptos y categorías con una base espacial o geopolítica (Frontière, Grand Tour, Occident); diversos -ismos histórico-políticos (Absolutisme, Humanisme civique, Caciquisme, Caudillisme). Algo más descolgados quedan algunos otros conceptos de tipo socio-político (como Opinion publique, excelentemente estudiada por Sandro Landi), estadísticos o técnico-administrativo (Administration, Moyenne), o incluso del área de los sentimientos morales trasladados a la política (Humanitaire, a cargo de Irène Herrmann).
¿Por qué Confesión y Laicidad y no más bien Religión y Secularización? ¿por qué Absolutismo y no Liberalismo, o Socialismo? ¿Por qué Historia contemporánea, y no Modernidad, o simplemente Historia tout court? [13]¿por qué Junker y Movimiento obrero, y no Clase Social, Campesinado, Proletariado, Clase Media o Burguesía? ¿por qué Frontera y no Nación? ¿por qué Administration y no Estado? ¿por qué no incluir conceptos tan básicos y cruciales como Sociedad o Política? Las preguntas podrían multiplicarse indefinidamente… Sin duda el corto número de entradas –y el número limitado de colaboradores– han obligado a dejar fuera muchos conceptos importantes. Claro que en empresas tan ambiciosas como esta resulta extremadamente fácil señalar lagunas y carencias. Un criterio, sin embargo, poco adecuado para aquilatar la calidad de la obra. Desde luego, el autor de estas líneas, sabedor de las enormes dificultades para llevar a buen puerto un proyecto de este tipo, consideraría absurdo enjuiciar la validez de este Dictionnaire no por lo que es, sino por lo que no es, y se guardará mucho de fundamentar este informe en ese tipo de consideraciones.
Gran parte de los veinticinco autores –historiadores en su mayoría– que colaboran en la obra son franceses; el resto, italianos, alemanes, suizos y mexicanos. En casi todos los artículos se recoge de un modo u otro la experiencia hexagonal, que generalmente se pone en relación con la de sus vecinos. Como era de esperar, uno de los países que sirven más a menudo de contrapunto es Alemania. Las transferencias y relaciones culturales entre Francia y Alemania constituyen un tema clásico de la historiografía a ambos lados del Rhin (piénsese en algunos trabajos de Michael Werner, Hans Erich Bödeker, Michel Espagne, Étienne François y otros muchos). El lector encontrará interesantes paralelismos y diferencias entre las ciencias sociales de estos dos países en diversos artículos (Absolutisme, Ancien Régime, Confession, etc.), a la que se incorpora a veces la perspectiva italiana. Algunos temas se prestan para un tratamiento más ampliamente europeo (Fortuna, Frontière, Mouvement ouvrier, Occident, Opinion publique…). Unos pocos artículos, en fin, desarrollan una visión comparativa básicamente bipolar que no se circunscribe a la mencionada pareja franco-germana: Francia y Turquía, en la entrada sobre laicismo: Alemania y Estados Unidos, en la de humanismo cívico; Rusia e Italia, para el caso de Intellijencia. [14]
Por lo demás, un somero análisis cronológico de la formación y difusión de los 25 términos reunidos en este diccionario muestra que la mayoría de ellos fueron acuñados en los siglos XVIII y XIX. Desde el punto de vista etimológico y de la lexicografía histórica, la inmensa mayoría procede de raíces latinas (a veces con un origen griego). Sólo hay cuatro excepciones: Junker y Arbeit (ambas de origen alemán), Intelligencija (ruso) y Cacique (arawak-caribe); este último término sería, por tanto, el único proveniente de una lengua no europea recogido en el diccionario. En cuanto a su procedencia histórico-semántica, observamos que varios de estos conceptos y categorías llegaron a serlo por vía metafórica, trasladados los correspondientes términos desde el terreno de la religión o de la moral al dominio propiamente político y social.
En definitiva, más allá de su utilidad y de su valor sustantivo, este Dictionnaire pionero es una buena muestra y un anticipo de lo que una historia comparada sistemática de las principales categorías de las ciencias sociales podría llegar a ofrecer. Una tarea tan apasionante como inmensa que sólo podrá abordarse sobre la base del esfuerzo federado de amplios equipos de investigadores trabajando coordinadamente.
Por fortuna, estos trabajos ya no tendrán que partir de cero, como sucedería hace solo tres décadas. Monografías aparte, hoy contamos con importantes publicaciones a nivel nacional, no sólo relativas a los casos alemán y francés (me refiero a las obras bien conocidas coordinadas por R. Koselleck, R. Reichardt, J. Guilhaumou, etc.), sino también al léxico sociopolítico de España, Finlandia, Países Bajos, Rumania, etc. [15] Sin olvidar otras publicaciones y proyectos colectivos de vocación transnacional (como el Vocabulaire européen des intraduisibles, de B. Cassin), o referentes a ámbitos extraeuropeos, como Iberconceptos (América latina, España y Portugal) o el Project of Intercommunication of East Asian Basic Concepts.
En unos momentos en que la Unión Europea atraviesa una fase de preocupante atonía, incluso de regresión, parece más oportuno que nunca avanzar en un proyecto tan necesario, acorde con la aguda conciencia histórico-conceptual desarrollada últimamente entre los cultivadores de las ciencias sociales, y sobre el que diversos grupos de académicos europeos vienen reflexionando desde hace años. Esperemos que el reciente lanzamiento público de la declaración de intenciones del llamado Proyecto Europeo de Historia Conceptual por parte de uno de los grupos más activos en este campo sea la señal definitiva del despegue. [16]