¿Cómo se expandieron las actitudes, valores y prácticas democráticas? ¿Cómo se llegó al actual modelo de democracia liberal? El papel de los movimientos sociales y políticos que desde comienzos del siglo 19 se han ido organizando para exigir, entre otras cuestiones, las libertades civiles, la extensión del sufragio, la autoridad parlamentaria, la limpieza electoral o la legitimidad de los partidos políticos resulta fundamental. Sobre todo si el análisis se focaliza en la manera en que fueron ampliando progresivamente sus apoyos sociales; en que se enfrentaron a los poderes establecidos y a los discursos hegemónicos y, finalmente, en que fueron formulando y reformulando su imaginario político y social. [1]
Los grupos republicanos que se empezaron a formar en España a partir de 1840 constituyeron uno de los movimientos que, en la Europa del siglo XIX, lucharon por el sufragio “universal” y la soberanía popular. Estos grupos llegaron a tener un peso notable en la dinámica histórica del momento, debido a la fuerte implantación geográfica y social que consiguieron a medida que avanzaba el siglo y a la pervivencia que durante décadas tuvieron sus principios, aunque fueran conceptualizados de maneras diversas. Además, fueron un elemento fundamental para la integración de las masas en la política y tuvieron una indudable influencia en la progresiva apertura del sistema en un proceso que culminó con la revolución de 1868, la instalación de la I República (1873), la proclamación del sufragio “universal” masculino (1890) y, por último, la llegada de la II República (1931). [2] La historia de estos sectores contribuye a modificar una visión tradicional del liberalismo español decimonónico como un movimiento débil, con una limitada capacidad transformadora y sin bases sociales, que suele culminar en una imagen global del siglo 19 español como un período de inmovilismo o atraso de la vida política y social. Por último, resulta necesaria también para profundizar en el conocimiento del universo democrático europeo decimonónico, y en particular de los imaginarios y las prácticas compartidas, la circulación de modelos culturales, las influencias recíprocas y las relaciones y contactos que se entablaron para intercambiar ideas e información o cooperar en la ayuda y asistencia de refugiados políticos. [3]
Una cultura política compartida
El universo republicano decimonónico español fue heterogéneo; en su seno convivieron sensibilidades políticas con distintos grados de radicalidad, y esto dio lugar a discusiones y disputas. Sin embargo, ello no impidió que constituyera una cultura política en singular, caracterizada por una identidad, un proyecto político y social, unos valores, una visión del devenir histórico y una práctica política en gran medida similares. [4]
Para empezar, todos compartían una visión del mundo basada en la confianza en el progreso y consideraban la historia como una lucha dialéctica – que no había finalizado aún – entre el absolutismo y la libertad. Se manejaba una idea muy similar de la nación española como un espacio territorial existente desde tiempos inmemoriales, y sus principales mitos (entre los que destacaba la Guerra de la Independencia comenzada en 1808) y panteón de hombres ilustres (en el que convivían el Cid, los comuneros de Castilla, Colón, Magallanes, y mártires de la libertad como Riego o Torrijos). La nación, por lo demás, se concebía, desde un punto de vista político, como una comunidad integrada por ciudadanos soberanos iguales en derechos y deberes en la que no existirían privilegios de ningún tipo. Una comunidad caracterizada por la libertad política y la legitimidad de la autoridad. Pero los republicanos también insistían, a la hora de definir la nación, en “el lazo de sangre de la raza”: las tradiciones, las costumbres, el idioma, la historia. Estos postulados eran muy similares a los de los republicanos franceses, que unían el carácter cívico de la nación a unos rasgos culturales, a una visión marcada por el sentimiento de la tradición romántica y que suscitaba violentas pasiones, sacrificios y amor absoluto. En el caso de los republicanos españoles la exaltación nacionalista derivó en ocasiones en posturas francamente imperialistas, racistas y belicistas (como por ejemplo en 1898 durante la guerra contra los independentistas cubanos y sus aliados norte americanos). [5]
Inicialmente algunos sectores defendían la república y otros (los que se denominaron “demócratas”) transigían con la monarquía, pero con una monarquía sometida a la voluntad del pueblo y con atribuciones limitadas. El monarca debía ser un delegado del pueblo y esto equiparaba en la práctica su posición con la de un presidente del gobierno. Es decir, la monarquía se aceptaba en la práctica cuando funcionaba sustancialmente como una república. Por tanto, existía una gran proximidad entre ambas posturas, que favoreció el desplazamiento de muchos demócratas hacia el republicanismo a medida que se iba haciendo evidente la imposibilidad de poner en práctica el mencionado modelo de monarquía y, en definitiva, de conciliar trono y libertad. Lo cierto es que a finales de los años 1850 la gran mayoría de los previamente demócratas eran ya republicanos y que en 1868 el Partido Democrático creado en 1849 se convirtió en bloque en Partido Republicano Federal. [6] En lo que se refiere a forma de considerar la república, Àngel Duarte ha señalado la indeterminación que durante mucho tiempo caracterizó a este concepto (definido sobre todo por oposición al sistema vicioso de la monarquía) lo que a su juicio favoreció el apoyo de amplios sectores sociales que albergaban expectativas y esperanzas dispares. [7]
Los republicanos españoles coincidían además en la defensa de las libertades de prensa, reunión y asociación; de la autonomía municipal y provincial; de la milicia nacional, de la liberalización del comercio, la industria y la agricultura y de la abolición de los impuestos indirectos, los derechos de puertas y consumos y de los estancos de la sal y del tabaco. Todos exigían en teoría el sufragio “universal” masculino, aunque algunos dejaban fuera a los sectores más pobres y desarraigados (mendigos, vagabundos, marginados) que asustaban por su falta de implicación social, pero también por su identificación con el vicio y la degradación. El ideal ciudadano era, como entre los reformadores británicos, el trabajador y padre de familia, ya que se consideraba que sólo así se podía alcanzar la virtud, la estabilidad y la independencia. [8]
Las mujeres, por lo general, no estaban incluidas en esta exigencia. La mayoría de los republicanos asumió el discurso de la domesticidad dominante; la idea de que la naturaleza débil y sentimental de las mujeres las destinaba al ámbito doméstico. Y estas concepciones se mantuvieron hasta entrado el siglo XX. Pero se consideraba también que las mujeres tenían la misión de educar a los hijos con el fin de formar hombres probos y buenos ciudadanos, dispuestos a luchar por la patria y la libertad. Para ello debían conocer los principios republicanos. Desde este punto, y al igual en Francia y los Estados Unidos, el modelo republicano de la mujer-madre generadora de ciudadanos virtuosos y democráticos, defensores de la igualdad y la libertad, la situaba fuera de la escena política pero con una importante responsabilidad en el seno de la misma, y esto la convertía en una suerte de ciudadana “sin derechos políticos”. [9]
Hacia la democracia directa
Los primeros republicanos apoyaron formas de democracia directa: la sanción popular de las leyes y/o la consideración de los diputados y de todo poder como subordinado a la voluntad de sus electores y, por tanto, revocable. Este tipo de posturas habían aparecido en Francia durante la Revolución: a partir de 1790, Girardin y Brissot, entre otros, defendieron la vigilancia popular y la sanción de la producción legislativa. Posteriormente, hacia 1850-51, tras el fracaso de la experiencia de sufragio “universal” de 1848, se volvió a defender el gobierno directo, sobre todo desde los periódicos La Démocratie Pacifique, de Considérant, y La Voix du Proscrit, que publicaban en Londres Ledru-Rollin y otros exiliados. [10] Fue a partir de 1860 cuando empezó a extenderse la defensa del mandato representativo en el mundo democrático español, sobre todo entre los sectores krausistas (corriente liberal seguidora de la filosofía armonista de Karl Krause), lo que implicó la progresiva aceptación de la independencia de los representantes, limitados únicamente por la censura pública y la elección periódica. [11] Esta postura, como veremos, se extendería en las décadas finales del siglo. Actualmente, sin embargo, la democracia directa ha vuelto al primer plano con el movimiento “Democracia real ya”, que entre otras cosas reclama cauces para una mayor y más activa participación política ciudadana.
Otro rasgo común al conjunto del republicanismo era una actitud favorable, aunque con distintos grados, hacia la violencia revolucionaria. Para todos los republicanos representaba el último recurso al que aferrarse para derrocar a un gobierno tiránico. Se justificaba, de manera simultánea o alternativa, apelando a las características del régimen electoral censitario, a la corrupción electoral o al contexto político de represión y exclusión favorecido por los distintos regímenes en el poder. Pero se debía también a una concepción antipluralista de la política que tendía más al sometimiento del contrario que a la conciliación. La política, como en el caso del radicalismo popular británico y francés, se concebía como una actividad que, libre de perturbaciones y anomalías, no incluía el choque y compromiso de intereses concurrentes. El objetivo era entonces la eliminación de todas las contradicciones y desajustes sociales mediante una acción rápida y eficaz que establecería para siempre la justicia, la unidad y la armonía nacional. [12] Desde este punto de vista el sufragio no era considerado como un instrumento para elegir un proyecto político entre otros igualmente legítimos. [13] Sólo existía una opción aceptable, que era la que defendía “el verdadero pueblo”, concebido como un todo. Todo aquel que no defendiera este proyecto popular, que era el del republicanismo, se convertía en enemigo del pueblo y debía ser eliminado. [14] Por ello, los republicanos llevaron a cabo una práctica política que oscilaba entre la legalidad y la clandestinidad, y que frecuentemente no se desarrollaba por cauces institucionales: alternaban los comités y las reuniones electorales, los clubs y los casinos, las redacciones de los periódicos y las sociedades educativas con las sociedades secretas y las conspiraciones, y la agitación en calles y plazas. En esto no se distinguían de sus homólogos europeos.
La difícil cuestión del socialismo
Lo que sí constituyó un punto de fricción importante entre primeros sectores republicanos fue la cuestión del socialismo, sobre todo a partir de 1860. Previamente, todos estos sectores coincidían en la necesidad de realizar algún tipo de reforma social con el fin de garantizar la independencia intelectual y material de todos los hombres y, en definitiva, establecer una comunidad armoniosa en la que desapareciera toda forma de subordinación. Los proyectos elaborados por los distintos publicistas variaban, pero por lo general se estaba de acuerdo, en mayor o menor medida, en la defensa de la instrucción primaria gratuita, las asociaciones de productores y consumidores, las sociedades de socorros mutuos, los bancos de crédito, el impuesto progresivo y un modelo democrático de desamortización que repartiera la propiedad entre el mayor número de manos posible. A finales de la década de 1850 y sobre todo a partir de 1860 algunos sectores empezaron a rechazar el término “socialismo”, aunque no dejaran de defender las medidas mencionadas. Se trató sobre todo de los seguidores de las doctrinas de Bastiat. Hay que tener en cuenta que en 1860 se publicó en España el debate que este último mantuvo con Proudhon, traducido bajo el nombre de Capital y renta por Roberto Robert. En cualquier caso, las divergencias en torno a la conveniencia del intervencionismo estatal en cuestiones económicas y sociales se produjeron también entre los demócratas europeos del momento. [15]
Pero entre los republicanos españoles las divergencias dieron lugar a agrias polémicas entre los que consideraban al socialismo como la “reglamentación tiránica (...) de la vida del hombre” y los que pensaban, como Pi y Margall, que el Estado debía intervenir en el ámbito socioeconómico para “establecer el imperio de la justicia” regulando el crédito, garantizando la instrucción pública e incluso legislando sobre la propiedad de la tierra. Las propuestas de reforma no variaron apenas en los años siguientes. Los sectores más extremistas abogaron, en ocasiones, por la abolición de la herencia, el reparto de determinadas tierras o la intervención estatal en las relaciones laborales, pero en ningún momento se puso en cuestión la propiedad fruto del trabajo o “los fundamentos del orden económico”. [16] Desde este punto de vista, las terribles divisiones que se produjeron en el seno del republicanismo debido a la cuestión del socialismo no se debieron tanto a la incompatibilidad de las distintas posturas como al fuerte antipluralismo que caracterizó durante mucho tiempo a los republicanos – que generaba consideraciones del adversario como un “no demócrata” y fomentaba soluciones basadas en la exclusión del contrario – y a la falta de estructuras y espacios adecuados para la discusión y la negociación. Este último punto – el antipluralismo – constituye un elemento fundamental de la cultura política republicana, sobre todo porque es el que terminaría determinando su fracaso. [17]
La Iera República y la experiencia del poder
Durante el Sexenio Democrático (1868-1874) [18] se mantuvieron las concepciones excluyentes de la política. De hecho, en 1873 un periódico republicano moderado, La Discusión, señaló que en el Partido no había ninguna corriente que confiara únicamente en el “poder de la razón y de la palabra”. [19] Ello explica la persistencia de la vía clandestina y conspiratoria de práctica política entre los republicanos a pesar de que la Constitución de 1869 proclamara muchas de las exigencias formuladas por los mismos desde hacía décadas, como la soberanía nacional y una declaración de derechos que incluía los de expresión, reunión y asociación, la libertad de cultos y el sufragio “universal” masculino.
Por otro lado, a partir de 1868 la mayoría de los republicanos pasó a definirse como “federal”. Previamente todos ellos defendían una descentralización administrativa (en ningún momento se apoyó una centralización estatal de tipo jacobino). En este punto siguieron básicamente a Tocqueville y a Constant: se trataba de garantizar la elección libre de las autoridades locales por parte de los habitantes de pueblos y provincias, favorecer el aprendizaje político de estos últimos en cuestiones de administración y de gobierno y operar la distribución del poder necesaria para garantizar la libertad. Pero si antes de 1868 otorgaban únicamente competencias económicas y administrativas a las unidades municipales y provinciales, a partir de esa fecha empezaron a acordarles también competencias políticas. Sin embargo, aunque se produjeron agrios debates acerca de la manera en que debía organizarse el Estado federal (de arriba abajo o de abajo arriba mediante pactos), nunca se precisó qué competencias exactas detentaría cada una de esas unidades y por lo general se defendió un modelo jerárquico en que las entidades de menor tamaño estaban subordinadas al control de los organismos superiores. [20]
Para los partidarios de la democracia directa, que seguían siendo numerosos, el federalismo pasó a significar el control de la vida política por parte de un pueblo en acción, una suerte de plebiscito diario y de política inmediata y asamblearia con el fin de que el pueblo realizara por sí mismo y sin intermediarios las reformas políticas, económicas y sociales necesarias. Esto dio lugar a numerosos desórdenes y, una vez proclamada la I República (1873), a la Revolución Cantonal, por la que los sectores más arrojados e intransigentes trataron de imponer la federación desde abajo (lo que contribuyó a desestabilizar enormemente al flamante régimen). Este potencial revolucionario que presentaba el federalismo hizo que algunos sectores que inicialmente lo habían apoyado, como Emilio Castelar, se alejaran con el tiempo del mismo y pasaran a limitarlo a la elección de las autoridades municipales por el sufragio de los vecinos y a la descentralización de la administración. Sectores que (también quizás huyendo del fantasma de desórdenes y tumultos), pasaron a defender el sistema representativo frente a cualquier variante de la democracia directa.
La modernización de los partidos republicanos en la Restauración
La República de 1873 fracasó en gran medida por las divisiones que se mantuvieron entre los republicanos por cuestiones tácticas y doctrinales, así como por enemistades personales y luchas por controlar el poder. Esto derivó, durante la Restauración borbónica (1874-1923), en la formación de cuatro partidos distintos: el Partido Posibilista de Castelar (que defendía un programa de orden y autoridad, la descentralización administrativa, el parlamentarismo y el régimen representativo); el Partido Federal de Pi y Margall (partidario del federalismo pactista, de la democracia directa en los espacios locales y de una política social avanzada); el Partido Progresista de Manuel Ruiz Zorrilla (partidario de la descentralización, el mandato imperativo y el recurso a la violencia militar para acceder al poder); y el Partido Centralista de Nicolás Salmerón y los sectores krausistas (defensores de la legalidad y el régimen representativo). [21]
Pese a todo, como ha señalado uno de los más importantes expertos en el republicanismo de este período, la mencionada pluralidad no impedía “la afirmación de un conjunto de valores y principios” comunes, que le conferían una cierta unidad. Sobre todo porque todos rechazaban la monarquía y defendían la democracia y los derechos individuales. Y todos llevaron a cabo una crítica sistemática del falseamiento electoral, la intolerancia y la corrupción política que caracterizaron al sistema restauracionista. Como en el pasado, fue sobre todo el personalismo de estos partidos, identificados absolutamente con sus líderes, así como las malas relaciones existentes entre estos últimos por el recuerdo de sus actuaciones pasadas, más que sus divergencias doctrinales, lo que les impidió llevar a cabo cooperaciones o coaliciones duraderas. [22]
Pero lo que interesa destacar del período de la Restauración es que, si bien Progresistas y Federales siguieron vinculados con una cultura del motín y con la condena de toda “política que no se orientase directamente al cambio de régimen”, un sector del republicanismo sí fue abandonando la conspiración y la violencia como instrumento de acción política. [23] Un sector que empezó a defender la lucha electoral como instrumento de acceso al poder, la reforma frente a la revolución y una visión más pluralista de los partidos políticos. Fue sobre todo la experiencia de gobierno de 1873 la que llevó a algunos a reflexionar sobre el exclusivismo que dominaba la política española y que impedía fundar un régimen sólido, estable y permanente. Empezaron entonces a surgir voces que condenaban la tradicional visión de los partidos políticos como ejércitos en lucha y a defender una visión de la política más tolerante y plural. Me refiero a los posibilistas castelarinos y, sobre todo, a los centralistas, que desde 1890 apostaron decididamente por la democracia representativa y parlamentaria, las reformas y los métodos pacíficos.
De este modo se empezó a producir en un sector del universo republicano una honda transformación teórica y organizativa que fue desplazando las prácticas conspirativas anteriores y sustituyéndolas por actitudes más cercanas a las de la democracia moderna. [24] De hecho, los dos grandes partidos republicanos que se formaron en el siglo XX, el Radical (1908) y el Reformista (1912), si bien diferían como es lógico en algunos principios, coincidieron en la defensa de una práctica política legal e institucional y en la condena de todo tipo de desórdenes y revoluciones. Además, los dos superaron la vieja dicotomía entre socialistas e individualistas para aceptar los postulados de la nueva economía social, que promovía la cooperación y solidaridad entre las clases, y la búsqueda de garantías jurídicas y económicas para los más desfavorecidos. [25]
Se podría pensar que desde estas nuevas coordenadas se pudo superar también las viejas rivalidades, y sustituir los enfrentamientos personales y las luchas por el poder por una actitud más flexible, pero esto no ocurrió. Sólo en 1926 se formó la Alianza Republicana, unida en torno a la defensa de la república. Esta formación triunfó en las elecciones municipales de 1931, lo que provocó la partida del rey al exilio, pero durante la II República no se logró formar un gobierno de coalición estable. Esto, unido a los otros muchos obstáculos a los que tuvieron que hacer frente (oposición de la CNT, los católicos, pequeños y medianos campesinos, militares y finalmente incluso de las clases medias), determinó un nuevo fracaso de los republicanos. [26]
Cronología del movimiento republicano español
Los primeros publicistas republicanos aparecieron en España hacia 1840. Tras un primer período de activismo que se desarrolló durante los tres años de gobierno progresista de 1840 a 1843, la represión que a partir de esta última fecha ejercieron los gobiernos moderados mantuvo a los republicanos bastante desorganizados durante algunos años. En 1849 se constituyó el Partido Democrático, al que adhirieron también los sectores democráticos que no hacían de la forma de gobierno un asunto fundamental. El Partido estableció un comité organizativo en Madrid, varios comités electorales de duración limitada y algunas sociedades educativas, pero no pudo publicar un periódico duradero debido a las restricciones impuestas por la legislación moderada. Los republicanos, asimismo, constituyeron, en 1849, una sociedad secreta llamada “Los Hijos del Pueblo”, con ramificaciones en varias provincias españoles y relaciones con sociedades secretas de París, Lisboa y Londres. La revolución de 1854, que dio lugar a dos años de gobierno progresista, permitió la publicación de un gran número de periódicos y el acceso al Parlamento de 21 diputados demorepublicanos. Pero en 1856 volvió el moderantismo y la represión, por lo que la mayoría de estos sectores se dedicaron a actividades clandestinas y conspiraciones. En 1864 intentaron organizar al Partido constituyendo un Comité Nacional integrado por delegados de los comités provinciales. Pero este proyecto se vio obstaculizado por sus propias divergencias internas y porque a partir de 1865 se integraron en la espiral revolucionaria impulsada por todos los sectores opuestos al moderantismo en el poder que terminó dando lugar a la caída de la Reina Isabel II en 1868. [27]
Durante el llamado Sexenio Democrático (1868-1874) se produjo una verdadera eclosión del republicanismo en la esfera pública. Sólo en Madrid aparecieron alrededor de 70 periódicos y revistas republicanas. Además proliferaron las reuniones electorales y los mítines, así como los clubs y los casinos. Esta actividad se vio reflejada en los resultados de los comicios, en los que se constata un importante avance respecto a épocas anteriores. El Partido Republicano Federal que se creó en 1868 y absorbió al anterior Partido Democrático obtuvo 85 diputados en las elecciones de 1869. Los mejores resultados se dieron en Lérida, Sevilla, Cádiz y Huesca, viniendo después Barcelona, Gerona, Zaragoza y Valencia. El Partido se estructuró en torno a una asamblea federal con tres representantes por provincia que decidía en cuestiones tácticas y doctrinales, un directorio de cinco miembros encargado de labores ejecutivas y una red de comités provinciales y locales. La abdicación, en 1873, de Amadeo de Saboya tras un breve reinado enormemente inestable dio lugar a la I República, una experiencia turbulenta (contó con cuatro presidentes distintos y seis gobiernos, a lo que se unió una fuerte agitación social, las guerras carlista y colonial y la insurrección cantonal), que terminó en menos de un año con el golpe de estado del general Pavía [28].
Durante la Restauración borbónica, comenzada en 1874, los republicanos se dividieron en cuatro partidos, todos ellos interclasistas y de implantación básicamente urbana, que desplegaron actividad sobre todo con motivo de las consultas electorales. Se trataba todavía de partidos de notables que no llevaron a cabo un trabajo sostenido de implantación en la sociedad. Se firmaron algunas coaliciones efímeras, como la de 1879, por la que consiguieron 16 diputados, o la de 1893, que les reportó 45, pero en general las relaciones entre los cuatro partidos fueron malas. En 1903 se fundó la Unión Republicana, que aglutinaba a grupos diversos, pero las diferencias internas se hicieron cada vez más fuertes y terminaron produciéndose dos escisiones. Una de ellas fue la de Alejandro Lerroux y sus seguidores, que en 1908 fundaron el Partido Radical, considerado como el primer partido de masas de la historia de España. El Partido superó la anterior organización basada en círculos y comités para estructurarse en torno a las casas del pueblo, espacios que unían bibliotecas, teatros, cooperativas, cafés, billares… Lerroux se convirtió en un líder carismático y demagógico que gracias a una retórica profundamente populista logró amplias cotas de movilización social. Este partido, sin embargo, entró en crisis a partir de 1911, acusado de corrupción. A la altura de 1923 los republicanos estaban prácticamente desintegrados por su incapacidad de romper la hegemonía de los monárquicos y elaborar un programa común. Su victoria en las elecciones municipales de 1931, que provocó el exilio del rey, fue una sorpresa incluso para ellos mismos. [29]