Las décadas de 1530 y de 1820 son dos momentos importantes para la historia del republicanismo hispano moderno. La narración patria al uso, de cuño liberal, remitiría a una década anterior, a las Comunidades castellanas y a la Independencia hispana, y se limitaría al espacio geográfico peninsular. Pero el radio de nuestra historia es más amplio, pues nos interesa empezar abriendo horizontes para comprender mejor, no sólo el pasado, sino nuestra realidad presente. El concejo o cabildo abierto se ha mantenido como institución fundamental de participación ciudadana y legitimación republicana desde la edad media hasta hoy. Sin él no se comprenden ni las independencias ni el 15M, por lo que en las siguientes páginas explicaremos su función, legitimación, trascendencia y trayectoria de larga duración.
Republicanismo hispano moderno
En la década de 1530 Francisco Pizarro fundó Lima y para ello convocó un “concejo” o “cabildo abierto”. Lo propio sucedió con la independencia del Perú, que fue declarada el 28 de julio de 1821, tras haber decidido la independencia en “cabildo abierto” de la ciudad de Lima. Aquel no sería ni el último cabildo abierto que convocó Pizarro, ni el último que se convocaría en el proceso de independencia de Perú. [1] El caso de Perú no es una excepción; igualmente ocurrió en muchas latitudes americanas desde el siglo XVI hasta el XIX, a imitación del modelo castellano. La institución del “concejo abierto” o “cabildo abierto” existía en la Península Ibérica desde tiempos medievales, viviendo momentos dorados durante la Independencia, y perviviendo hoy en día en la Constitución Española de 1978—así como pervive, más democráticamente, en la Constitución Colombiana de 1991. El cabildo abierto era (y es) la asamblea vecinal de decisión de los asuntos que competían a todos los vecinos de un municipio. Un sistema de gobierno local en el que gobernantes y gobernados coincidían; una institución que se puede asemejar a la democracia directa, asamblearia o deliberativa (por contraste con la representativa o liberal).
Desde la República romana el lenguaje político del republicanismo cívico enfatizó la relevancia de la participación ciudadana en el gobierno. El ciudadano se definía por su capacidad para gobernar y ser gobernado (civitas), lo cual no sólo constituía un derecho (libertas), sino un deber. Por eso la res-publica mediante su constitución u ordenamiento general (en términos “maquiavelianos”) debía garantizar dicha participación: todos los ciudadanos debían intervenir en la posesión de la personalidad pública. La igualdad de derechos políticos significaba que se aseguraba al conjunto del populus participación política en el gobierno (sin la cual el republicanismo romano no concebía que existiera ni res publica, ni libertas), aunque no la igualdad de participación. Sin embargo tampoco significaba la mera delegación gubernativa mediante representantes, veladores de los intereses ciudadanos, porque distribuir la autoridad pública como un asunto de derecho privado era para ellos la definición de corrupción. Para ese republicanismo, la ciudadanía activa definía a la virtud, que no se podía ni delegar, ni distribuir: quien delegaba para poder centrarse en sus asuntos privados corrompía a la república, se definía como idiota. Al cuidar los ciudadanos por el bien común se ejercitaba dicha virtud y se preservaba la república. [2]
Otra clave del lenguaje político republicano es la preocupación por el equilibrio de poderes y facciones en el gobierno de una res-publica. Evitar que una de las partes se impusiera al resto coadyuvaba a preservar la república de la corrupción, manteniendo el fin del bien común. En una monarquía no existiría ni libertad, ni ciudadanía, porque una de las partes se hallaba por encima del resto. Pero la monarquía inglesa adaptó parte del lenguaje republicano, argumentando que su gobierno era mixto al equilibrar poderes. [3] Dichos argumentos no significan que el gobierno de la monarquía británica fuera democrático, ni que el súbdito-ciudadano inglés fuera activo políticamente; tampoco indican que en donde no se empleaba dicho argumento legitimador existiera absolutismo, como puede ser el caso de los territorios de la Monarquía de España (sin un ordenamiento jurídico aglutinador), o de la propia monarquía castellana (sin unas cortes al uso). [4] Este tipo de disquisiciones historiográficas parten de presupuestos erróneos y generan confusión. Habitualmente la historia del republicanismo la protagonizan comunidades políticas muy diversas: la de la ciudad-estado griega, la imperial republicana romana, la de las ciudades-estado italianas, o la del imperio inglés. Dichas res-publicas se consideran autónomas del resto, sin embargo dicha autonomía ni existía en todos los casos, ni era precisa para emplear el lenguaje republicano.
Desde el siglo XIII existía un republicanismo que defendía el gobierno interno de una comunidad política en términos cívicos, mientras que hacia el exterior de dicha comunidad aceptaba la protección de un señor, del que dependía. Ciertos humanistas proclamaron las bondades de la vita activa, y el vivere civile, legitimando el gobierno republicano en sus ciudades y su atención por el bien común, remitiéndose al modelo de la Roma republicana; mientras que, al tiempo, apoyaban el gobierno o el patronazgo de la iglesia o del imperio sobre las mismas, pues eso permitía proteger precisamente a sus repúblicas, sus estados y sus estatus allende sus fronteras. Ptolomeo de Lucca defendió a Lucca y al papado; Dante al Imperio y a Florencia. No tener en cuenta la complejidad del republicanismo, partiendo de asunciones más historiográficas que históricas y buscar el republicanismo hispano exclusivamente en las ciudades, ha impedido atender debidamente a las prácticas y discursos republicanos hispanos en la Edad Moderna. [5]
Vecindad y ciudadanía activa
Si prestamos atención a los lenguajes y vocabularios políticos (y a sus prácticas) nos daremos cuenta que los términos cittadino, citizen o bourgeois, se pueden traducir en castellano como “vecino”. En Castilla la vecindad permitía “la participación en la vida política, social, económica y religiosa” al vecino, pues “la condición de vecino de una ciudad o villa constituida en concejo… era un privilegio que suponía la protección de una legislación (fuero, ordenanzas) y una justicia propia en lo civil, el disfrute de los bienes comunales y la participación al menos en ciertos niveles del gobierno local.” El vecino era “un varón adulto, jefe de familia y propietario”. [6]
El concejo abierto era una asamblea de los vecinos de un municipio para decidir asuntos que competían a todos. Era costumbre reunirse en la plaza del pueblo a toque de campana los domingos, y levantar actas, que se pueden hallar en perfecto estado en los archivos españoles. La ventaja de gobernarse por concejos o cabildos abiertos, se argumentaba, consistía en que permitían resolver las disputas faccionales y atender mejor al bien común: “Celebrandose dichos congresos generales se resolberia en ellos con mayor acierto y a placer de todos o la mayor parte de los vecinos, y se evitarian algunas demandas y disensiones”. Aunque en las grandes ciudades castellanas los concejos abiertos desaparecieron a lo largo del siglo XIV, permanecieron en pequeñas localidades hasta hoy. En algunos casos los notables locales lograron reducirlos en el siglo XVIII afirmando que en ellos dominaba la opinión mayoritaria de los menos instruidos, perjudicando el bien común. El argumento doble del mayor conocimiento de una parte, más capaz de salvaguardar los intereses comunes, y el de la mejor gobernabilidad se ha mantenido a lo largo del tiempo, como veremos, independientemente de la oligarquía demandante. [7] A pesar de ello, los cabildos abiertos mantuvieron su importancia hasta entrado el siglo XVIII, particularmente en América. En América al cabildo abierto concurrían todos los vecinos de la ciudad, villa o lugar para discutir sobre asuntos de pertinencia general: “La junta que se hace en alguna villa o lugar a son de campana tañida, para que entren todos los que quisieren del pueblo, por haberse de tratar alguna cosa de importancia (o) que pueda resultar algún gravamen que comprenda a todos; lo cual se ejecuta a fin de que ninguno pueda reclamar después”. En frecuentes ocasiones los cargos de la administración colonial se proponían en cabildo abierto, para después ser ratificados por las autoridades de la corona. La condición de vecindad requería “propiedades, renta, repartimientos de indios en la mayoría de los casos” y residencia y protección del municipio. Los no propietarios y menores (por ejemplo, mujeres y nativos americanos) no tenían estatus de vecindad en las “repúblicas de españoles”. [8]
A pesar de que los nativos americanos eran menores en las “repúblicas de españoles”, podían adquirir la condición de vecinos en sus “repúblicas de indios”, tal era la complejidad de la Monarquía de España. La organización preincaica no fue bien vista por la corona castellana, pues se entendía que consistía en la elección de señor por parte de la comunidad: dicha autonomía hacia el exterior haría peligrar su vasallaje a la corona (y las rentas derivadas del mismo) y su pertenencia a la Monarquía de España. Por eso los cronistas castellanos, como José de Acosta, la denominaron con el equivalente castellano en vías de extinción (la behetría): “Hay conjeturas muy claras, que por gran tiempo no tuvieron estos hombres Reyes, ni República concertada, sino que vivían por behetrias”. Sin embargo la denegación de la autonomía frente al exterior no implicaba que no se reconociera un gobierno republicano hacia el interior, relativo a la gestión por todos de lo que a todos incumbía (como en el caso castellano, el de la Florencia de Dante o la Lucca de Ptolomeo de Lucca). De hecho, el lenguaje republicano se empleaba para describir el autogobierno de las “repúblicas de indios”. Éstas se gobernaban ya mediante asamblearismo (como en algunos cabildos abiertos peruanos), ya por vía de representación (como en ciertos pueblos mexicanos). En México sólo “eran vecinos de los pueblos los indios padres de familia, cuyos ancestros habían sido fundadores del lugar en que residían”, pero el lenguaje era conscientemente republicano puesto que el criterio de exclusión se expresaba en dichos términos: “como no [era] vecino, no tenía la calidad legal para obtener empleos que se dirig[ían] … a premiar el honrado proceder de los patricios”. En Perú, “en las asambleas los magistrados y los indios padres de familia tomaban decisiones en torno a la administración de justicia, hacienda y policía… podían participar los indios padres de familia de la parroquia, bandas, pueblos, cabeceras, anexos o ayllus, dependiendo del interés que tuvieran en los asuntos tratados.” El lenguaje, de nuevo, era netamente republicano: “En 1797, el ayudante de uno de los procuradores generales de naturales” sostenía que había “recib[ido] del procurador … seis pesos del viaje que hi[zo] al pueblo de Surco a la asistencia del cabildo que hicieron los alcaldes y el común de dicho pueblo sobre tratar varios puntos pertenecientes al dicho común”. [9]
Como advertíamos al comienzo, el momento de gloria de los cabildos abiertos tuvo lugar durante los procesos de las independencias. Muchas de las proclamaciones de independencia y emancipación, las constituciones de juntas y las constituciones políticas, se realizaron mediante cabildos abiertos. Las independencias se legitimaron argumentando que la Monarquía de España, mediante los Estatutos de Bayona (1808), quedaba a expensas de Francia y desaparecía como actor político internacional. Dada la incapacidad del titular de la soberanía, el rey, para mantenerla, se explicaba que la soberanía de la corona de España (estado reconocido por el derecho internacional como soberano) se depositaba en unas juntas. Las juntas eran una suerte de “cuerpo político de la comunidad local” a imitación de los municipios, cuyos ayuntamientos dotaban “de corporeidad política al pueblo” que no era otra cosa que la comunidad de vecinos. Así pues, las juntas no pretendían representar al pueblo soberano (figura que no existía), sino a los pueblos, para tutelar la soberanía regia en virtud de su legitimidad institucional y tradicional. A fin de cuentas si un cabildo gobernaba o impartía justicia lo hacía en nombre de la corona. Esa labor se refleja al final de Fuenteovejuna de Lope de Vega, cuando el propio rey sanciona el ajusticiamiento del comendador por parte del pueblo, (una comunidad perfecta que ni puede errar, ni ser penalizada), y retoma la vara de la justicia. Los cabildos, parte de la corona, mediante sus vecinos en la plaza pública, podrían custodiar la soberanía (manteniendo a la Monarquía de España como estado independiente en el orden internacional), pues en ese caso y a ese nivel encarnaban la justicia regia.
El vecino-ciudadano de la Constitución de Cádiz (1812) acabó resultando casi el mismo que existía en el orden anterior: “un varón mayor de veinticinco años, sin rasgos que denotaran ascendencia africana, católico por supuesto, reputado por vecino de algún pueblo, que no sirviera en casa ajena y que tuviera un oficio, un empleo o viviera de sus rentas de manera «conocida» por la vecindad”. Mucho tuvo que llover para que muchos excluidos de la ciudadanía acabasen accediendo a ella (como las mujeres o los sirvientes). La inclusión hoy no es completa, existiendo en la Unión Europea restricciones a la ciudadanía por residencia y en función de la capacidad económica. Desde las independencias hasta la actualidad, la naturaleza original del cabildo abierto se ha desvirtuado como mecanismo ciudadano de participación política. Los cabildos abiertos, la democracia asamblearia y los vecinos entraron en el sueño de los justos: las Cortes, los políticos y la representación pasaron a ser los protagonistas de la vida política y de su sierva la historia. [10]
Cabildos abiertos vs. corporaciones privadas
Emulando al poblado de Astérix, en remotos lugares los cabildos abiertos resistieron las injerencias del tiempo, gobernándose los vecinos por asambleas hasta hoy. La Constitución Española de 1978 es testigo de su existencia, advirtiendo ambiguamente que “La ley regulará las condiciones en las que proceda el régimen del concejo abierto”. La ley, de 1985, explicita que “1. Funcionan en Concejo Abierto: a. Los municipios que tradicional y voluntariamente cuenten con ese singular régimen de gobierno y administración. b. Aquellos otros en los que por su localización geográfica, la mejor gestión de los intereses municipales u otras circunstancias lo hagan aconsejable.” El 29 de enero de 2011 dicha ley sufrió una alteración. Los concejos abiertos existentes pasan a ser gobernados por concejo cerrado, vía representativa y mediante los candidatos de los partidos políticos, salvo si los tres miembros electos y la mayoría de los vecinos acuerdan por unanimidad continuar funcionando en régimen de concejo abierto.
El argumento empleado es antiguo y es doble: primero, se penaliza la democracia directa so capa de mejor “gobernabilidad”, es decir, se elimina la política (y
el espacio público) en aras de la economía (el gobierno de la casa, de los asuntos domésticos y privados); segundo, se penaliza la participación de la población por no estar cualificada. La intención (que es crematística) es tan antigua como el argumento: la modificación del concejo abierto se inscribe en una ley de reforma electoral que beneficia, más si cabe, el bipartidismo en España, incrementando tanto la ya clamorosa desproporcionalidad del voto, como los réditos económicos correspondientes para los partidos más ricos (corporaciones de facto, que aunque no cuentan con la mayoría de los votos, por arte del sistema electoral se la contabilizan). [11]
La legitimación republicana del concejo abierto como herramienta de autogobierno asambleario se ha encontrado a lo largo del tiempo con ese argumento recurrente por parte de sus opositores. Los partidos lo emplean, reclamándose corporaciones imprescindibles para la democracia parlamentaria, y sus miembros líderes capaces de gobernar y decidir por la ciudadanía, obligada a delegar. Redefinen la democracia como “el ejercicio periódico del derecho de voto para elegir a quienes actúan en representación de los ciudadanos, seleccionados previamente por los actores políticos esenciales, los partidos políticos”. [12] Equiparan democracia, liberalismo y parlamentarismo de modo que, en vez de deliberar, los ciudadanos elijen el producto electoral más atractivo en un mercado de líderes. Los partidos justifican el papel de dichos líderes como mejores veladores del “bien común” en virtud de sus supuestos carisma y profesionalización, y dada la complejidad de la “gestión política en las sociedades avanzadas.” [13] Incluso reconociendo que en los municipios “nació el primer orden libre de convivencia”, los partidos argumentan que perciben “la participación ciudadana no como una alternativa a la representación sino como la condición para que nuestros representantes gobiernen con excelencia”, y consideran que su papel es el de “liderar redes y coaliciones”. [14]
El rechazo de los partidos políticos hacia los cabildos abiertos no se debe sólo al perjuicio que éstos causan a su economía corporativa, se añaden otras circunstancias relacionadas que nos devuelven al otro lado del Atlántico, y al principio del artículo. En Latinoamérica existen mecanismos de democracia participativa que implican autogobierno en mayor grado a nivel local que nacional, e incluyen el cabildo abierto (actualmente con funciones más restringidas que el cabildo medieval y moderno). Pero la suma de las herramientas de participación que pasamos a enumerar se corresponden a muchas de las funciones que el concejo abierto tenía en sus orígenes y suponen un auténtico gobierno republicano y una verdadera democracia deliberativa: revocatoria de autoridades; remoción de autoridades; demanda de rendición de cuentas a las autoridades elegidas o designadas; presupuestos participativos; juntas vecinales comunales; vigilancia ciudadana; audiencia pública de las autoridades; consulta ciudadana/vecinal y juicios ciudadanos. Aunque constitucionalmente sólo Colombia garantiza el cabildo abierto, en otros países se reglamenta la participación ciudadana mediante normas legales, nacionales o municipales, y también tiene cabida, como en Perú. En los últimos años las juntas, asambleas y cabildos abiertos han permitido a algunas comunidades locales hacer frente a poderosas multinacionales, recurriendo a la vecindad (núcleo de la soberanía popular en ámbito hispano), a mecanismos republicanos resistentes a los estratos del tiempo, guarecidos en la sombra, discretos. [15]
La reforma de la Constitución Española de 2 de septiembre de 2011 para introducir un máximo legal al déficit público estatal dependiendo de Europa supone una alienación de la soberanía nacional similar a la que se produjo en 1808. A diferencia de entonces, hoy la soberanía nacional es popular, pero ni se ha recurrido al referéndum “porque trasladaría una imagen de incertidumbre a los mercados”. [16] Entre tanto los vecinos se reúnen en asambleas en sus plazas municipales, para tratar de los asuntos que competen a todos, tomando actas, exigiendo que se revoque dicha reforma. [17]
En España se han mantenido a lo largo del tiempo las formas de autogobierno asamblearias. Pequeñas, minoritarias, como una fina lluvia persistente, permeando en la sociedad con su enorme capacidad legitimadora y constituyente, han protagonizado cambios trascendentes en la historia hispana—sólo hay que recordar el papel fundamental de las asociaciones de vecinos en La Transición. El 15M recoge la tradición del asociacionismo vecinal hispano: una parte fundamental de la historia institucional española. Este republicanismo hispano (a la par antiguo y moderno, como sólo puede serlo la costumbre), enraizado en congregaciones de vecinos silentes para los medios de comunicación, ha funcionado y funciona al margen de partidos políticos, grupos de poder, privilegios monárquicos o divergencias territoriales. Es un republicanismo que muestra las voces y los rostros individuales del pueblo, trabajando en común para cubrir sus necesidades deliberando sobre cuestiones para las que nadie es tan experto y eficaz como las propias vecinas o ciudadanos. [18]